Por: Ismael Vélez
No pretendo hacer un análisis crítico de Moby Dick de Herman Melville. Sino una reflexión personal. Cada lector la interpretará de diferentes formas.
Publicada en 1851 Moby Dick no impactó las escenas literarias de entonces; más bien fue criticada y poco apreciada por el público, sin saber que tres décadas más tarde sería reconocida como los mayores logros literarios de su tiempo, convirtiéndose en un “longseller” (hasta ahora).
Quizá la pregunta más adecuada sería cómo llegó este libro a mis manos. La referencia puede resultar un poco inverosímil; sin embargo, resulta ser cierta. Cuando leí las Misceláneas de Jorge Luis Borges (libro que contiene ensayos sobre escritores de gran raigambre literaria y cultural), me encontré con un ensayo sobre Melville, en el cual se hacía alusión a otro libro suyo, “Bartleby, el escribiente”. Me fascinó la reflexión que el argentino hacía sobre el neoyorquino, incluyendo la mención a Moby Dick.
El océano inmenso, profundo, salvaje, misterioso, silencioso. Desde el inicio de Moby Dick, nos recuerda que los océanos han sido recorridos por muchas sociedades, en distintas épocas, con pequeñas y grandes embarcaciones. Ha sido descrito por científicos, filósofos, piratas, expedicionarios.
Lautréamont (Isidore Ducasse), en los “Cantos de Maldoror”, nos sumerge en ese mundo de los navegantes de alta mar; el océano en estos cantos cobra vida, es poesía.
Moby Dick es de esas novelas que jamás se volverán a escribir. Sus protagonistas (Ismael, Tashtego, Quiqueg, Daggo, Flask, Stubb, Starbuck y el principal, Ahab), son de carácter fascinador. Los sentimientos con los que actúan en el inmenso océano son impactantes.
El siglo XIX fue una época difícil para los habitantes de Nantucket. Para cazar un cachalote podían tomarse hasta cuatro años. Este cetáceo brindaba diferentes productos tales como el aceite extraído de su región frontal y su carne que podía servir de alimento por un viaje por el Océano Atlántico. Sin embargo, ellos no fueron los primeros en lanzarse a una aventura como esta: los holandeses y daneses tenían una cultura de caza de cetáceos de dos siglos de antigüedad. La novela es de tremenda erudición, dado que no es una narración que se estanque en los paisajes del océano, sino es una amplia descripción de la vida de los balleneros, los instrumentos con los que cazaban a los cetáceos, sus conversaciones al atardecer en medio de la nada, las peleas, los disturbios las peripecias y las infinitas circunstancias que solo ocurren en un barco ballenero, como el Pequod.
La novela también tiene un carácter psicológico. La caza de Moby Dick por Ahab se va turbando cada vez más conforme vamos avanzando. Página tras página la naturaleza de los protagonistas decae como un descenso al infierno dantesco.
Herman Melville le escribe a su amigo Nathaniel Hawthorne (autor de La Letra Escarlata) “Ego non baptizo te in nomine Patris, sed in nomine diaboli”. Para Melville ese era el lema secreto del libro. El autor realiza con magnanimidad y erudición esta obra que es y seguirá siendo un hito de la literatura universal.
Excelente análisis, Ismael. Pero, cual es la razón de escribirle a su amigo “ego non baptizo te in nomine Patris sed in nomine diabolismo”?