Hijos de la insolencia
Como muchos, empecé a escribir en la adolescencia como un método para digerir los amores estropeados, por un lado, y por el otro, para la búsqueda del perdón confeccionando cartas en las que pedía disculpas a los maestros y a mis padres por las travesuras que año con año subían de tono.
Una vez, la directora no me creyó que cierta carta había sido redactada por mí porque no tenía errores ortográficos ni gramaticales. Esto me causaba, aún en medio de tantos castigos casi medievales, una gracia secreta, una insolencia frente a lo establecido. Frente a lo sistemáticamente establecido.
Recuerdo una historia que no terminé de escribir porque el personaje cruzaba la frontera con México y no podía yo imaginarlo, entonces me daban ganas de viajar, ver y relatar cualquier asunto que sucediera, como venía haciendo desde niño al delinear inconscientemente palabras con el índice, perdiéndome en el vacío absoluto del viento, por horas, por días, por años. El mágico, me clavaron en una caballeriza donde nadie se salvaba de tener apodo.
Pasó el tiempo y de romplón terminé escribiendo sin parar, por muchísimo tiempo, componiendo lo doloroso que me sucedía, modificando la realidad, nadando con las serpientes venenosas que nunca me picaban y así aprendí a saltar entre el fuego de la sangre.
Por esas fechas, mi madre me inscribió contra mi voluntad en un curso de redacción y estilo en la SOPHOS de la Reforma, impartido por Arturo Monterroso. Llegaban abogados aburridos que buscaban aprender a redactar memoriales y en una de esas nos pusieron a escribir sobre el concepto del chapuz, tan común en nuestras tierras.
Entregué un cuento basado en una historia familiar. Al profesor pareció interesarle y al terminar el curso me inscribí a otro taller, todos los martes. Este era más específico, sobre narrativa creativa, y empezó ahí un camino serpenteado. Leíamos a autores, se inscribió también mi primo. Hicimos un grupo sólido de amigos, algunos se salían, otros ingresaban, pero había un núcleo duro de personas consistentes llevando cuentos nuevos, martes a martes.
Me aventé a escribir con furia, sin realmente pensar demasiado sino vomitando largas páginas en medio de una adolescencia inacabable. Ahí hay un librito de cuentos que no termina de corregirse en donde estas anécdotas se han ido puliendo.
Hace unos días hablaba con un amigo sobre los tiempos en que fuimos bloggers y creábamos ahí una comunidad, nos leíamos entre nosotros. Con algunos de entonces aún platicamos. Yo era de los más jóvenes en esos tiempos, en esa época en la que se leían cuentos en bares y el resto escuchaba solemne para no perderse ningún pedazo del relato.
Fueron pasando los años, las historias maduraban, compartíamos una forma de ver la narrativa creativa, como se llamaba el curso. Esas dos horas que corregíamos los cuentos de los demás y escuchábamos cómo destrozaban nuestros relatos pasaron a ser las mejores de la semana. Era el ejercicio de saborear la escritura y la llama de un encuentro con un grupo de insolentes como yo.
Los talleres mutan y a los años, ya en la SOPHOS de Fontabella, me inscribí en otro, ahora impartido por Pablo Ramos, un autor argentino. Ahí conocí a gente que hoy escribe en varios países. Otros que dejaron de hacerlo, algunos que ahora son periodistas. En la sesión final, Ramos me increpó, me retó, destripando mi relato y con rabia le reclamé, me cerré cruzando los brazos, pero al ir escuchando el calor con que hacían las críticas, vi cierta parte de mí susceptible de ser mejorada, de agarrarle gusto al borrador para ir chapeando el camino.
Algo que se me quedó de lo que decía Ramos mientras escribíamos y bebíamos vino ahí en el cuartito de SOPHOS que tiene las paredes de vidrio, era la garra del escritor, el deseo de gritar.
Al terminar el taller fuimos a una presentación de un libro de Ramírez Amaya y nos emborrachamos luego en Corralejos, un bar por la veinte calle de la zona diez donde la gente leía cuentos como les dije, en medio de un silencio como la noche en un bosque.
Después, presenté un libro en ese mismo salón de la librería, escrito junto a tres amigos. Ese día estaba yo bastante apendejado, una época de limpieza y desconcierto. Fue un evento íntimo casi familiar, con amigos compartiendo en la casa de siempre.
Ahora veo a SOPHOS también como un recinto donde muchas confabulaciones políticas se han gestado. Donde todos los días uno se encuentra a un personaje complotando, dando una entrevista a un medio extranjero o a un diputado cavilando amarrado a una corbata.
Para mí, además de los amigos que han visto cómo me sale la panza, fue ese principal encontronazo, tanto con maestros como con compañeros cómplices. Incluso, con compañeritas del taller aquél de hace cientos de años, nos volvimos a ver en las marchas desde el dos mil quince. A veces vengo, a esta casa, a algo puntual, a comprar un libro, a veces solo paso visitando como cuando se entra a la casa de la tía favorita. Sin importar la coyuntura, SOPHOS está siempre acá, dispuesta a abrirse, con la misma pulsión, acuerpando nuestra insolencia.