“Cuando le vendes un libro a alguien
no solamente le estás vendiendo
doce onzas de papel, tinta y pegamento.
Le estás vendiendo una vida totalmente nueva”.
Christopher Morley
Nací y vivo en La Antigua Guatemala, ciudad vecina de la capital donde, como en casi todo el país, lo habitual es no leer más allá de lo que la escuela o la universidad exigen, y en mis primeros años de vida yo cumplí con la regla. Luego, siendo aún adolescente, me mudé a un país donde los libros son accesibles a cualquier bolsillo y allí adquirí el hábito, al principio para matar los tiempos muertos en la fila del comedor en la universidad o en el autobús, y después por apetito propio.
Cuando, después de varios años, volví al país, traje conmigo dos maletas: una llena de textos técnicos que aún consulto a veces, y otra llena de literatura latinoamericana que leí en los meses de desempleo mientras completaba los trámites de reválida universitaria. Al terminarlos quise más y fui vertiendo mis primeros sueldos en ejemplares nuevos y usados en las librerías del centro de la capital, con la idea de que compraría pocos.
Con los meses conecté con la parte lectora de mis raíces y pasé noches inolvidables repasando títulos con mi tío y con mi abuela. Poco después, ellos murieron y palié esas ausencias con los libros viejos que me heredaron. Mientras los acomodaba en cajas de cartón para llevarlos a mi casa, el peso y el traslado me hicieron pensar que ya tenía suficientes y que adquirir más sería gula, pero ignoraba que las buenas lecturas, en vez de saciar la curiosidad, la atizan y abren puertas que se interrelacionan y nos vinculan con otros lectores, otras épocas y otras tierras.
Después de llenar varios cuadernos con mis apuntes, quise saber más sobre autores que había descubierto y me dirigí a SOPHOS en su primera ubicación en la esquina de la Avenida Reforma y 4 calle. Apenas pude entrar pues el local estaba atestado de cajas, y me dijeron que lo mejor sería buscarles en un par de semanas cuando estuvieran instalados en su nueva ubicación.
Cuando conocí el nuevo local, supe que la espera había valido la pena. Años después, al leer a Jorge Carrión en su ensayo Librerías, estuve de acuerdo con su descripción: “Una librería espaciosa, llena de luz y con restaurante (…), con un aire de familia”. Aquí da gusto pasear entre pasillos donde los títulos están ordenados por temas, para hojear a placer sin que, como pasa en otros sitios, me digan que solo puedo hacerlo durante quince minutos, y que si quiero continuar, debo llevarme el ejemplar a casa.
George Orwell trabajó una temporada vendiendo libros usados, y a propósito decía que “una librería es uno de los pocos sitios donde puede pasarse un buen rato sin gastar un penique”, y aquí la frase calza al dedillo. Muchas veces voy a la capital por cosas de trabajo, y aunque no ande buscando ningún título, acudo a SOPHOS para pasar un rato de lluvia, para esperar a que el tráfico se desahogue, o simplemente porque sí, aunque esto signifique, casi siempre, volver a casa con un par de libros nuevos.
Qué bueno que Philippe Hunziker y Marilyn Pennington, su madre, echaron a andar este proyecto hace veinte años y lo elevaron, en contra de los pronósticos, más allá de la categoría de librería hasta convertirlo en sitio de encuentro con amigos (me pasa con un par de paisanos que veo solo aquí y nunca en La Antigua), y por reclutar a un equipo que, a pesar de su juventud, conoce el oficio y suele dar buenas recomendaciones. Parece que la consigna general es seguir la instrucción de Christopher Morley en La Librería Ambulante: “Predicar el evangelio de los buenos libros día y noche, en todo momento”.
Leonel González de León
Enero 2018.