En memoria de Survier Flores
“Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obras de las casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados. ¡Cuántas veces en la vida me he sorprendido cómo, entre las multitudes de personas que existen en el mundo, nos cruzamos con aquellas que, de alguna manera, poseían las tablas de nuestro destino!”
Ernesto Sábato
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Las jacarandas a contraluz en el cielo azul recordaban las siluetas de una pintura oriental desde el café italiano de la calle Santander de Panajachel. Al bajar la mirada para darle a mi expreso el último sorbo, en uno de esos instantes en los que no sabes si es la fatiga del desvelo o el sopor de la mañana el que te juega una mala pasada, caminando hacia mí, venía la asiática más bella que haya visto jamás. Alta y risueña, con hoyitos juguetones en las mejillas y ojos de pantera enmarcados en una cabellera larga y lisa que se balanceaba al ritmo de su paso, portaba una minifalda de tejido bordado color marfil que ponía de relieve sus piernas de bailarina realzadas por las medias de licra negra, y atado a la cintura, en despreocupada coquetería, un delgado suéter de lana color ladrillo que conservo en casa y sobre el que cada noche, como si se tratara de un acto de espiritismo, hundo mi cara y aspiro su perfume para asegurarme de que no fue un sueño. Sus pies, pequeños y desnudos, engarzados en rústicas sandalias de cuero, más parecían flotar que caminar, así de etéreos se desplazaban en mi dirección. Notablemente parlanchina, conversaba con sus dos acompañantes que la seguían, extranjeros también, haciendo gestos al hablar en un idioma que no alcancé a identificar.
No supe qué hacer. Como estaba petrificado de miedo mientras ella me plantaba sus ojos y yo sentía que me estaba desollando vivo, conseguí estirar la mano con la taza vacía para hacer un torpe brindis al aire, a lo que ella respondió al pasar frente a mí con una sonrisa que fue el golpe de flash que inmortalizó en mi recuerdo aquel momento como si estuviera en una tarjeta postal: las jacarandas, el cielo azul, la taza en alto y mi cara de alelado.
Por supuesto que estas apariciones suceden pocas veces en la vida. En mis correrías había conocido situaciones similares en las que fui objeto de deliciosos ramalazos provocados por mujeres que luego llegaron a ser importantes, como la polaca que hacía esculturas en el agua, o la francesa traductora de Julio Cortázar, o la alemana cuyo padre era coronel de la STASI (policía secreta de Alemana Oriental), y más tarde, la colombiana con quien la salsa se convirtió en una calistenia preparatoria para las olimpíadas del sexo. Sin embargo, jamás imaginé que en mi país, en este agujero perdido al que había regresado para alejarme del mundo en la “tercera juventud”, experimentaría un encuentro así de acojonante.
Por suerte -reflexioné después, sentado a orillas del lago mientras daba el último sorbo a la cuarta botella de cerveza-, aquella aparición había sido rápida y sin consecuencias, y como consuelo habría que decirse que turistas bellas, las hay a puñados por aquí, así que no vamos a hacer una telenovela por un cruce de miradas, aunque hay que reconocer que la china se las traía y que estaba como dios. Y bueno, ¿qué hago en este momento frente al lago desvariando por una chava que podría ser m’hija y a la que no volveré a ver never de never? ¡Ufff! La vida te da sorpresas dice la canción, y cuando menos te lo esperas, ¡zás!, salta la mujer ninja, te caes e incrustas el hocico contra la puta realidad, mientras de tu boca sale un hilillo de baba alcoholizada. Es obvio, cómo no voy a estar hablando pendejadas en voz alta si me tomé cuatro cervezas y está claro que no aguanto el trago, mejor me voy ya pa’l hotel. Pero antes convengamos, señoras y señores, y no se me hagan los disimulados, que la china era un alucine, un monumento asiático, una revelación mesmérica, ¿verdad que sí?
Pasó. Como todo. Llegó el olvido, los vientos del sur, el calentamiento global, los inquietantes sentimientos de entropía. Pasada la Semana Santa, mis neuronas estaban de nuevo cocinándose en su jugo, fumándose los resquicios de sosiego que le quedaban. Retomé las actividades de profe en la universidad, las clases de filosofía general y teoría del conocimiento para alumnos de derecho a quienes les importa un pepino lo que explico y pienso, porque no les gusta leer, dicen que no tienen tiempo, y además la U. nos pide que no impartamos clases magistrales porque la consigna es “entretener” a los estudiantes como si estuviéramos en el circo, para evitar que se aburran. Haga clases amenas, me repetía la gorda que coordina la sección, parece que se trata de los nuevos trends de la pedagogía, así que te ponés a hacer monerías para divertirlos, pero luego vienen los exámenes y constatás que el setenta por ciento no entiende un carajo de lo que explicaste, incluso se han quejado porque les dejás demasiadas lecturas, pobrecitos, doc., usté entiende, ellos trabajan para pagar sus estudios y no les queda tiempo para leer y menos para escribir, así que no sea tan estricto, me suelta la directora de departamento guiñándome un ojo de complicidad con un escote a punto de reventar e inundar de leche maternal las aulas y corredores del edificio. Entonces, para no hacerme bolas, les advierto a los estudiantes al empezar el año que don’t preocup, conmigo todos ganarán sin excepción, pero es necesario saber que los que saquen sesenta y uno es porque en verdad perdieron, solo que para evitarnos dolores de cabeza les hago ganar, así no tenemos que volver varias veces a la U. a hacer exámenes de retranca que al final terminarán ganando, porque para eso son clientes que pagan sus cuotas, es la política de la universidad, donde como en cualquier empresa, el cliente tiene la razón.
En semejantes devaneos académicos andaba, cuando hace apenas un mes, justo el sábado 23 de abril, día internacional del Libro, fui a Sophos, la librería más importante de la ciudad, a buscar un libro que había encargado. Saludé a la gente de la caja registradora y me dirigí a la sección de filosofía, cuando sentí que se me abría la tierra, aunque logré asirme del “Tractatus logico-philosophicus” de Wittgeinstein –el libro en cuestión–, lo que me impidió caer de bruces: justo allí, frente a mí, de espaldas, con el mismo suetercito color ladrillo amarrado a la cintura, estaba la china de Panajachel ojeando un libro con manos y dedos diseñados para transmutar el mundo en arte. ¿Qué hacer? ¿Salir disparado, saltar al precipicio, dejarme succionar? Wittgeinstein, amigo, ¿qué habrías hecho tú?
Respiré profundo. Durante eternos veinte segundos la contemplé sin saber qué hacer. ¿Cómo abordarla? ¿Hablará inglés? ¿Será de veras china? Se me ocurrió que bien podría ser japonesa. A veces se distingue físicamente a un japonés de un chino como se puede distinguir a un italiano de un alemán, pero en este caso la diferencia era sutil, al país venían más japoneses que chinos de visita, y aunque por la estatura parecía originaria de la China, por su manera de vestir podría ser japonesa. Respiré de nuevo, e inspirándome del grito de combate que lanzaban los kamikazes japoneses durante la segunda guerra mundial cuando dirigían el avión para estrellarlo contra los portaaviones enemigos, grité para mis adentros “¡Banzai, banzai!”, mientras se me aguadaban las piernas.
-Disculpe, excuse me, you are Japanese, right? –lancé.
–Sorry? No, I’m not japanese, I’am Chinese. I’m from China.
Tronaron pajaritos en mi cabeza, había metido la pata. Con mal inglés y frases en español intenté proseguir la conversación.
–Oh, I’m so sorry, I thought you were Japanese, le pido disculpas, qué torpeza.
Sonrió igual que la primera vez y tuve, en ese instante, la impresión de que la librería entera –bueno, al menos la sección de filosofía donde nos encontrábamos– se inflamaba.
–It is not a problem, it’s not important. But I thank you because is the first time that someone me pide disculpas por haberme confundido con una japonesa. Usted sabe, the japanese and the Chinese…I’m from Taiwan.
-¿Taiwán? I apologise. Mi name is Federico, como el filósofo Nietzsche, hahaha -reí solo, porque no captó mi chiste. -Soy guatemalteco. ¿Cuál es el tuyo, el suyo, el vuestro? (era obvio que estaba nervioso).
–Mi name is Way Mei Su –soltó, con un aleteo de párpados que cortaba el aliento. Tuve en ese momento la impresión de que el mandarín era una lengua además de dulce, afilada como navaja, porque el apellido “Su”, pronunciado como “Shuuu”, recordaba el silbido que hace el viento contra las alas de las águilas cuando se lanzan en picada para atrapar a su presa.
–But my name in the west is Marianne, you can call me that way.
Las cosas se presentaban mejor de lo esperado. Es curioso, pero cuando te topas con una mujer que te ha impresionado por su belleza, a menudo la percibes como diosa lejana e inaccesible, y es suficiente sentarte a su lado, mirarla a los ojos, conversar y compartir un café, por ejemplo, para descubrir con satisfacción -o con horror- que se trata de un ser humano como tú y como yo que ríe, sufre, se le derrite el maquillaje y hasta se tira pedos, llegado el caso. Y fue esta maravillosa humanización, justamente, la que se desenroscó asombrosamente el resto de aquella tarde.
Way Mei Su, es decir, Marianne, aceptó tomar café conmigo en el restaurante de la librería Sophos y yo aproveché para contarle en mi tartamudeante inglés cómo fue que nos habíamos visto un mes antes en Panajachel. Ella, para mi decepción, no recordaba ni pío de ese episodio, solo vagamente la existencia del café, pero nada que ver con el tipo que la había saludado elevando una taza al aire, lo que de inmediato afectó mi autoestima y me confirmó, por enésima vez -mientras ella mencionaba la belleza del lago-, que al final cada quien se hace su película de los acontecimientos, y que lo almacenado en la memoria depende más de nuestras expectativas que de lo que en realidad sucede.
A medida que entrábamos en confianza, comprobé no solo que el nombre de Way Mei Su era música pura, sino que todo en ella era música, pues tenía el puesto de primer violín en la orquesta municipal de Rennes, Francia, dirigida por su novio francés, Jacques (no sé por qué razón, casi todos los músicos se llaman Jacques en Francia, es algo que me llena de asombro). Jacques era uno de los chicos que la acompañaban en Atitlán, el de barba peliroja estilo candado (al mencionármelo, sentí una como patada en los coyoles). El otro era un guatemalteco de nombre Survier, igualmente violinista en esa orquesta. De suerte que nos pusimos a conversar entonces en francés, idioma que a todas luces ambos martillábamos con más solvencia. El caso es que su novio tenía un contrato de tres meses con las Alianzas Francesas de Centro América con sede en Guatemala para ayudar a la formación de futuros directores de orquesta, y ella había decidido acompañarlo para tomar vacaciones, ya que la temporada musical empezaba en Francia hasta en otoño. Lo que significaba, para mí -aquí me frotaba yo las manos en mi cabecita volátil- que ella disponía de suficiente tiempo libre, puesto que no siempre acompañaba al novio en sus giras de trabajo.
Me habló de sus correrías por diferentes países y de cómo los ciudadanos de Taiwán eran doblemente desgraciados, pues estaban prisioneros en su pequeña isla y eran apátridas afuera, ya que ni siquiera las Naciones Unidas los reconocía como miembros de algún país. Me contó con sorprendente franqueza que su relación amorosa con Jacques tenía un objetivo eminentemente pragmático, que era el de casarse para adquirir luego la nacionalidad francesa y, asunto arreglado (sentí otra patada). Estuvimos conversando de todo esto no sé cuánto tiempo, pedimos un segundo café y después una copa de vino tinto, y luego otra, y ella me explicaba ya más relajada que la relación con los franceses no era fácil, que eran neuróticos y nerviosos (“Eso, porque no has vivido en Guatemala, chulita”, pensaba yo, pero me abstuve). Me explicó cómo había empezado a tocar el violín a los ocho años y cómo hacía ejercicios todos los días para mantener la agilidad de los dedos (se me caía la baba escuchándola), lo cual confirmó lo que yo había intuido al mirarla de espaldas en la librería: que esas manos estaban destinadas a acariciar el mundo y a convertirlo en música.
-¿Por qué miras fijamente mis manos? -preguntó.
-Si te lo digo, te vas a molestar.
-No me molestaré.
-Júramelo.
–Je te le jure…
Carraspeé y me tiré al precipicio.
-Verás, es que las manos son un holograma no solo del interior, sino del exterior de las personas. Cuando quiero desnudar a alguien, veo sus manos. Estos dos dedos, el índice y el pulgar, son tus piernas. ¿Satisfecha?
Cambió de colores. Sonrió y bajó la vista. Sin decir agua va, le tomé la mano que jugaba con la servilleta sobre la mesa, y para mi sorpresa no rechazó el gesto, sino que incluso apretó temblorosa la mía durante varios segundos, mientras sentía el calor y la humedad de su palma, la tersura, la estructura de sus dedos largos y finos, que de pronto se entrelazaron con los míos como un abrazo en medio de la galaxia, o como el descubrimiento de un oasis en lo profundo del desierto, momento en el que deseé que un terremoto nos tragara como si estuviéramos en Pompeya, pero el único cataclismo que sobrevino fue cuando se levantó de golpe y preguntó:
-Disculpa, ¿dónde está el baño?
-¿Todo bien?
-Sí, todo bien.
Le indiqué con el dedo y dije, haciéndome el chistosito:
-¿Volverás?
-Si no vuelvo en media hora, ¡llama a los bomberos! -exclamó y rió.
Era esbelta y se desplazaba como pantera. Respiré hondo. ¡Había química, sí señor! Era obvio que había química entre la china y yo, Putain de bordel de merde! (expresión intraducible).
Jamás fui mujeriego, pero siempre admiré la belleza y la inteligencia femeninas. En todos los países y latitudes me topé con mujeres hermosas que sin duda no lo eran solo por su exterior. Cuando hoy, después de dos felices matrimonios con sus respectivos divorcios, miro hacia atrás y pienso en las horas invertidas en universidades y lecturas, en discusiones interminables sobre política, en cuestiones de filosofía pedagógica, no es que me arrepienta de ello, pero pienso que si hubiera tenido la posibilidad de escoger verdaderamente y a conciencia una profesión, habría optado por ser fotógrafo para acercarme a todas esas diosas del Olimpo y desnudarlas a mi antojo, o haría como un amigo peluquero estilista, que se la pasa peinando y despeinando historias de mujeres al restaurarles no solo el rostro y la cabellera, sino el alma y la autoestima. Oficios que, de haberlos ejercido, me habrían protegido -es lo que supongo, pero a lo mejor me equivoco- de la terrible amenaza que representa la belleza y sus múltiples formas sibilinas, y hasta me habrían permitido sobrevivir quizás de manera más decorosa.
Y mira tú por dónde, ahora estaba viviendo lo que tanto había anhelado en mis desvaríos de soltero y que apuntaba a la unificación de los tres placeres más sofisticados que el mundo puede ofrecer: el placer del conocimiento, representado por la presencia de cientos de miles de libros maravillosos en aquella catedral de la cultura, la aventura a la que una misteriosa e irresistible mujer me empujaba como un aullido interminable, interminable (frase ya escuchada en alguna parte), y una cena gourmet que se anunciaba como el broche de oro para aquel día imperecedero. ¿Qué iba a suceder? Lo ignoro. Pero nuestras manos se habían entrelazado y eso abría una grieta que podría conducirme, si no ponía atención, a la locura. Que era, reconozcámoslo, lo que esperaba desde hacía siglos.
Marianne se veía nerviosa al volver, pero trató de disimularlo:
–Voilà, vous êtes tout seul, Monsieur? (¡Ve pues, el señor está solo!)
Le seguí la corriente:
–Je vous attendais, Madame. En fait, je vous attends depuis toujours…! (La esperaba. De hecho, la he estado esperando desde siempre…)
Marianne enrojeció de nuevo y me clavó sus ojos. Esta vez fui yo quien bajó la vista.
Para aligerar la atmósfera, hablé de mis actividades académicas, de mi admiración por los gatos y de mi pasión por la magia, puesto que en mis ratos libres invento ilusiones y hago trucos. No soy un mago excelente -expliqué-, pero me encanta constatar la facilidad con que los humanos nos engañamos a nosotros mismos y me fascina verlos comportarse como niños deslumbrados.
–C’est vrai? ¿Tu peux me faire maintenant un truc alors? Je veux voir! (¿Me haces entonces un truco ahora? ¡Quiero ver!)
Me agarró en fly, es decir, en calzoncillos. Lisette, la jefa del restaurante que trabaja allí desde el inicio de la librería hace veinte años, nos miraba sorprendida desde un rincón del mostrador, pues desde que frecuento el lugar nunca me había visto acompañado de mujer alguna, quizás pensaría que yo era gay y me descubría ahora acaramelado con una modelo asiática, de dónde la habrá sacado -se preguntaría-, claro, Don Fede -como ella me llama-, siendo mago, ¡se la habrá sacado de la manga! Lo cierto es que la diferencia de edades entre la china y yo apenas se notaba o no despertaba suspicacia porque ambos teníamos planta de extranjeros, la chinita era un pedazo de mujer de mi tamaño y su aire desenvuelto y cosmopolita hacía que las edades se confundieran y fueran irrelevantes. Por lo visto, también Lisette estaba fascinada por el sortilegio de aquella mujer.
-Te haré uno, pero después. Si no te importa, podríamos cenar aquí, tienen un excelente menú y muero de hambre. ¿Tú no?
Empezaba a caer la tarde y a todo esto habían pasado casi tres horas sin interrupción, dos cafés y dos copas de vino por persona, y entonces uno cree que la vida le pertenece y que no acabará nunca, que todo es posible y que de allí nos largaríamos al aeropuerto para tomar el último vuelo hacia Estambul, simplemente porque la imaginación es poderosa y en mis fantasías siempre quise ir a Estambul acompañado de una violinista, pues estar frente al Bósforo sin compañía es como ir a una pista de baile sin pareja.
-No hay problema, Jacques vuelve mañana de un curso en Antigua Guatemala y mi hotel está a tres cuadras, nos hospedamos en el Mercure.
-No te preocupes, te acompañaré -balbuceé, con voz temblorosa.
Pedí a Lissette que nos preparara la cena: una sopa húngara de champiñones y una ensalada de rúgula. Marianne encargó raviolis a la napolitana, mientras que yo opté por una chuleta de cordero con papitas y choux de Bruxelles, lujos que no suelo darme pero que hoy los dioses me autorizaban. Que tuviera listo todo para dentro de media hora más o menos, que estaríamos al lado, en la sección de literatura, le advertí.
Al dirigirnos hacia la sección de literatura, Marianne tropezó contra una grada, pero se aferró a mí con tal destreza que quedamos como prensados cara a cara, y por unos instantes nos miramos a los ojos como pendejos, yo sentí el perfume de su cuello, un perfume juvenil con aromas de limoncillo, lavanda y pimienta que me catapultaron a los campos de trigo color oro que ondulan bajo los vientos y la luz anaranjada de los atardeceres en las praderas de Manchuria (claro que jamás había estado en ese lugar, pero el recuerdo de las películas de Tarkowsky y de Kurosawa, aunado a aquellas fragancias, encendía mi imaginación). Estuve a punto de darle un mordisco en el cuello -tiene un cuello largo y besable-, pero no me atreví. Juro que estuve a punto, pero una mano invisible me retuvo y me dijo calmantes montes, no chingues el relato, que está bonito así.
La llevé hasta el sofá que hay en el ventanal del lado oeste, al abrigo de las miradas. Pregunté si conocía a Julio Cortázar y me dijo que no, que conocía su nombre, pero que nunca lo había leído. Entonces le pedí que me esperara un par de minutos, pero ella estiró su brazo para que la ayudara a levantarse y me acompañó con una de sus ya proverbiales sonrisas que iluminaban o jodían todo, sin desprenderse de mi mano.
Yo no daba crédito a lo que pasaba. Era inaudito, absurdo, increíble, inimaginable, impensable, imposible, delirante, supralante, extratímico, furburescente, persipostrante. En Guatemala yo había, como quien dice, hecho una larga travesía del desierto en materia de aventuras afectivas desde que volví al país, y me había acostumbrado a ver las estrellas en solitario desde el balcón de mi apartamento cada noche mientras expulsaba uno que otro pensamiento trascendental transformado en suspiro hacia el espacio, reconfortado por el privilegio de no sufrir servidumbre hacia ninguna mujer histérica con vocación de madre o de gendarme. Las mujeres, acá, carecían, justamente, de esta frescura, de esta dejadez, de esta capacidad de convertir la sonrisa en arte, de esta disposición a fluir como fluyen las aguas del río y las melodías del corazón liberadas por las notas del violín rumbo a la luz. Acá, la religión, los principios, las expectativas, los roles, las obligaciones, la familia, las convenciones, los valores, los qué-dirán, los miedos, la rigidez, la moral, la autoridad, las amenazas, los intereses, todo ello junto, conforman el inmenso líquido amniótico despoetizado que inunda el gran útero nacional dentro del cual flotamos todos, perdidos de nosotros mismos, convencidos de que esta es la única realidad posible, y la mejor.
Sus manos. Sus largos dedos en mi mano. Sentir su calor, la humedad, la tersura. Dedos entrecruzados, juntos, como pequeños, entrañables abrazos. Avanzamos sin decirnos nada, sin esperar nada, salvo repasar con la mirada las estanterías de libros como quien repasa el mundo con una sonrisa que nos empuja hacia la poesía, la prosa o el ensayo en medio de una catarata de títulos, signos y sintagmas convertidos en la mar inacabable que bebemos y en la que retozamos y nos sumergimos desnudos ya sin palabras, porque nos hemos dicho lo necesario gracias al abrazo que busca la boca que encuentra los labios que traen el beso que ofrece la lengua por donde nos perderemos en los afluentes subterráneos del deseo.
Mi imaginación iba a cien por hora y demasiado lejos. Marianne zafó su mano de la mía cuando la jalé hacia mí y se detuvo a examinar un libro. Seguí buscando a Cortázar hasta encontrar Rayuela, que había leído alguna vez en París en la época en la que Andrés Bretón y Magritte guiaban mis pasos en el aprendizaje de transformar la razón en una fiesta de colores, olores, sabores y sensaciones que te atrapan de gozo y de escalofrío al acariciar un árbol, al ver a un niño o simplemente al contemplar las nubes. El ejemplar de Rayuela nos esperaba allá abajo, cerca del suelo: Editorial Espasa, trigésima edición, 2015. Nos sentamos allí mismo en el piso de madera, frente a frente, y mis dedos encontraron sin dificultad el capítulo que tanto inspiró a nuestra generación y que fui traduciendo al francés con aire de circunstancia, con el dedo desplazándose por debajo de las frases en el papel, gesto que Marianne celebró con una atención tan esmerada, que me hizo sentir lo que quizás sienten los pavorreales cuando se les inflan las plumas.
“Fragmento capítulo 7 de Rayuela. Toco tu boca. Con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja…”
A medida que avanzaba, yo la miraba y ella me sonreía, y yo me cagaba, sí señor, me cagaba viendo sus hoyitos risueños en sus cachetes, pero no sabía qué hacer más que huir hacia adelante con mi dedo deslizándose sobre el papel con la esperanza de que a la vuelta de una frase nos encontráramos reproduciendo en vivo el texto que empezaba a desfilar en nuestros labios deletreando cada palabra como quien saborea un dulcito, una canillita de leche que nos acerca progresivamente hacia el delirio, y en esas estábamos cuando aparece Lisette asomando su cara encima de nuestras cabezas e, imitando el acento francés aderezado con una risita burlona que jamás le perdonaré, nos dice: “La sopá está sejvida, señogas y señogues, pueden venij a comej”.
Botella de vino tinto, música de fondo (notas azucaradas, un poco exasperantes, de trova cubana), brindis, que vaya maravilla, que gracias, que buscaré el libro en París, que vale la pena, que traduces muy bien, que qué bueno, que la ensalada está deliciosa, que pásame la sal, que chin-chin otra vez, salud, que si piensas regresar algún día a Francia, me dice, que sí pero cuando haya plata, le respondo, que el asado de cordero está seco y duro, en fin, la realidad casi siempre cortocircuitando la poesía, que se hace tarde, que pronto van a cerrar la librería, o la poesía cortocircuitando la realidad, que si tus ojos rasgados, claro, soy china, me perturban, cómo así, no sé explicarlo, inténtalo, cómo te lo explico, no me perturban, me hipnotizan, jajajaja, la música esa es cubana ¿verdad?, (por qué cambiará de conversación, las mujeres son impredecibles, ahora me sale con lo de la música), también me fascinan tus labios, quiero decir…il est tard (ya es tarde), je dois partir (debo irme) (que debe irse, dice, ¡mierda!, todo se cae, todo se está yendo a la verga, dónde la cagué, qué hice, qué dije, se desmorona la poesía, se pierde, volvemos a la banalidad de las palabras, de los gestos, de las cosas). Éramos los únicos sobrevivientes y Lisette había empezado a apiñar las sillas para cerrar el restaurante, así que pedí la cuenta.
-¿Pero no me has hecho el truco! –suelta Marianne una vez de pie, con voz traviesa, mientras la ayudo a ponerse el suéter.
-¿Quieres de veras que te haga un truco? ¡Pues mira!
Y como su mano tenía dificultades para entrar en la manga del suéter y yo estaba detrás ayudándola, aproveché para abrazarla y apapacharla contra mí, plantándole sin más un beso en el cuello y un mordisco con babas olorosas a chuleta de cordero que hicieron que se retornara de golpe y empezara a carcajearse como nunca he visto carcajearse a nadie, con esos ojitos que parecían hojas de afeitar capaces de degollar a un rinoceronte. Marianne se reía y me acariciaba la barba con sus manos, mirándome con alegría, ternura y conmiseración, a lo que respondí con la única frase que se me ocurrió:
-¿Te gustó mi truco?
Ella soltó una frase ininteligible en chino. Y agregó:
–T’es fou, t’es dango! (¡Estás loco, estás chiflado!).
Caminamos tomados de la mano las tres cuadras que nos separaban del hotel, pero íbamos como hermanitos, como viejos amigos, como antiguos camaradas. Me dijo que había sido un acontecimiento conocerme, que hacía tiempo no la pasaba tan bien, que yo era un tipo chévere, guay, que la había hecho reír mucho, que se entendía a las mil maravillas conmigo y que le gustaban mis trucos.
-Entonces repitámoslo el lunes, te haré trucos especiales. O el martes. O cuando quieras.
-Hay un problema, Federico (por primera vez se puso seria y me llamó así, Federico). Es que me voy pasado mañana. Jacques tiene que preparar una audición en Montreal y partimos el lunes. De volver, será hasta el año que viene. Así están las cosas. Je suis désolée (lo siento). Lo que sucede entre tú y yo es una locura, no tiene sentido, los dados están ya echados. Me siento confundida, es cierto, pero no hay nada que podamos hacer ahora.
Me quedé de piedra. De haber tenido un cigarrillo lo habría encendido de inmediato (pero hace tres años que no fumo) tan solo para distraer…no sé, las manos, la boca, los pulmones, el cerebro, para no sentirme idiota, un cigarrillo habría sido la tabla de salvación, el cohete, pffffuiiiiiiii, ¡a la luna!, me habría sacado de apuros mientras estallaba el planeta, o hubiera querido tragarme un misil intercontinental ¡plaf!, con su cabeza nuclear, ¡plum!, se acabó, c’est fini.
–A bon? -balbuceé. -Entonces, se van…
Se instaló un largo e hijueputa silencio frente a la puerta del hotel.
De pronto, en un impulso alocado se quitó el suéter, lo hizo una pelota y lo puso entre mis manos.
-Quiero dejártelo para que me recuerdes. Te traerá suerte. Te escribiré, lo prometo.
Se inclinó hacia mí y me estampó un beso relámpago en los labios, ni siquiera tuve tiempo para enterarme a qué sabían los suyos en mi boca, o cómo eran de verdad sus besos, su lengua, la sinfonía bruta de sus entrañas, su orquesta, sus composiciones de violín en medio de la tormenta balbuceando hacia las estrellas, apenas dos segundos y se daba media vuelta sin decir agua va para desaparecer detrás de la puerta giratoria.
Imposible narrar aquí cómo me sentí esa noche y las noches siguientes. Me faltaba oxígeno y pensé que explotaría. Tuve deseos de poner una bomba que destruyera el palacio presidencial, los cuarteles militares, los puentes, las prisiones, necesitaba hacer estallar todo, el país entero, puesto que nada tenía ya sentido, la única persona que podría haberme ayudado a terminar esta travesía absurda del desierto, la única mujer que hubiera podido entender conmigo la belleza de las cosas, la alegría del juego y la grandeza de la creación, se esfumaba tal y como había aparecido.
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Cuatro semanas han pasado desde ese maravilloso y fatídico sábado, y todavía no tengo noticias de Way Mei Su. Cada noche, al acostarme, hago lo mismo: tomo el suéter que me dejó y que descansa al lado de la cabecera de la cama, sumerjo mi rostro en él y me dejo arrastrar por las fragancias de lavanda, pimienta y limoncillo que me transportan sin querer hasta los ventarrones de las estepas de Manchuria. No lloro, porque me aguanto. Aprieto los puños con todas mis fuerzas, y también los dientes, mientras escucho con los ojos cerrados, a todo volumen, las notas melancólicas de Max Richter y su violín desparramándose desde Spotify. Mañana empieza la semana de exámenes y tengo que preparar los parciales de filosofía para los estudiantes. Creo que esta vez voy a cagarme en todos ellos, sin excepción.
Muy buena lectura, gracias!