Cuando pienso en la historia de mis libros, irremediablemente pienso en la de mis amigos. Cada vez que escucho o leo el nombre de una novela o un autor, en mi corazón brota un rostro familiar que sonríe, en mi cabeza resuena el eco de una conversación a medias en alguna cafetería, o revivo ese encuentro impregnado con olor a húmedo y a madera en alguna librería de viejo a la que íbamos.
Imposible olvidar los recorridos que hacía con mis amigos hasta las bibliotecas públicas para prestar libros o nuestros sábados por la tarde en los que furtivamente nos adentrábamos a las librerías modernas para saborear las novedades que todavía no podíamos comprar con nuestros presupuestos limitados de estudiantes.
Son mis amigos los que me han llevado a estos libros y los libros los que me han hecho descubrir nuevos amigos. Por ello, si cuento la historia de mis libros, la cuento a través de mis amigos, o incluso amores, de los que entiendo menos pero aún permanecen conmigo. Los libros como punto de unión y enlace, a pesar de las distancias, a pesar de los desencuentros, a pesar de los silencios, a pesar del olvido. Un vínculo que nos amarra a algo más, que permite prolongados espacios vacíos, que sostiene conversaciones que no terminan ni languidecen, porque, tarde o temprano, nos volverá a traer al mismo lugar y retomar ese diálogo intermitente.
En este breve recorrido les compartiré algunos de los libros que me han marcado como lector, pero haré un esfuerzo por nombrar algunos que me parecen menos conocidos. Esta es la primera parte que escribí antes de la conversación que tuvimos con Valeria Cerezo, Vania Vargas y Eduardo Villalobos titulada Mis libros y yo por la semana del libro. Gracias a los amigos de Sophos por hacerlo posible.
Mi amigo J –el lector más incansable que he conocido– me introdujo a la literatura con autores que eran imposibles que fallaran. Empecé a leer a Mario Vargas Llosa, José Saramago, García Márquez, Cortázar, Rulfo, entre otros. De los que conservo un mejor recuerdo está Conversación en La Catedral y La ciudad y los perros del peruano, Las intermitencias de la muerte y El Evangelio según Jesucristo del portugués (éste último me acompaño en el Camino de Santiago, peregrinando en contra de la fe), Rayuela de Cortázar, El viejo y el mar de Hemingway, Pedro Páramo (no miento si digo que es, junto a Rayuela, el que más me ha deslumbrado) de Rulfo y La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes.
Como creo que leímos todas las novelas de Vargas Llosa, incluso alguna que otra regular, puedo decir con algo de solvencia que si tuviese que recomendar un solo libro de él, más allá de los conocidos, recomendaría La historia de Mayta. Aunque, si todavía no lo han leído, o aún no sienten demasiada pasión por la literatura, prueben con Travesuras de la niña mala o La tía Julia y el escribidor que son historias bastante entretenidas. Si no han leídos Tiempos recios deberían, no solo porque tiene lugar en nuestro terruño, sino porque es de las mejores que ha publicado en este siglo.
Igual de importante fue otro amigo J. –una pena que empiecen con la misma letra sus nombres– quien me introdujo a la filosofía –y para ello me sacó de la carrera de Filosofía– presentándome, o más bien entregándome, a los leones: Nietzsche, Unamuno, Camus, Sartre, Ortega, Kafka, Dostoievski, Kundera. Escritores que derrumbaron, y todavía lo hacen, los cimientos en los que alguna vez se asentó mi vida. Aquí descubrí lo que más me gusta como lector: escritores que son filósofos y filósofos que son buenos escritores. Así como Ortega y Gasset que, con su prolija prosa inigualable, afirmó que la claridad es la cortesía del filósofo. Pero es que además de escribir bien, con claridad, precisión, ternura, para que una buena novela ocurra de alguna manera tiene que intentar desarrollar alguna gran pregunta hasta agotarla. En realidad, pensándolo bien, de todos los nombrados no hay ninguno que no haya escrito novela (a excepción de Ortega y Nietzsche, si no me equivoco) y entre todos ellos, el que mejor representa esta simbiosis, me parece, fue Albert Camus, cuyos libros se convirtieron en un horizonte moral, en especial El mito de Sísifo y La caída, (este último lo he releído varias veces y siento que todavía se me escapan varios asuntos importantes).
Y así fue como el furor y el fuego que empezó con El ocaso de los ídolos y El anticristo de Nietzsche, se incendió con el Sentimiento trágico de la vida de Unamuno, aunque poco después, y justo a tiempo, el absurdo de Camus llegó a darme un extraño sosiego que calmó las llamas, hasta que finalmente mi espíritu se aligeró tras el encuentro con los libros de Kundera. Con ellos aprendí que no era tan grave. Que nada podía serlo. O que lo más grave era la pesadez, el fatalismo. Por cierto, de éste último, a pesar de que suelen recomendar La insoportable levedad del ser, yo me quedo antes con La inmortalidad, al igual que otros de sus libritos más ligeros, eróticos, filosóficos y divertidos. En la ligereza, en saber llevar las grandes interrogantes con postura, hay mayor profundidad y calado.
Pero es que más adelante, junto con J., conocimos a E., y vimos en él la literatura en persona, porque la literatura no son los libros, sino la narrativa que nos rodea, la que nos antecede y está delante, la individual y comunitaria, tal y como leemos en la novela de Vargas Llosa Los habladores.
En este sentido, nuestro amigo E., encarnaba lo que decía Bolaño de no querer vivir de la literatura, sino vivir literariamente. Quisiera decir más sobre él, sobre su asombro como el mejor antídoto ante el carácter anodino y fútil de la vida, pero debo regresar a los libros.
Entonces, con él leímos y nos dejamos deslumbrar por Crimen y castigo de Dostoievski, nos acercamos con recelo a Los hermanos Karamazov, y los ánimos empezaron a caldear cuando dejamos pendiente Guerra y paz de Tolstoi. No era el momento, o a lo mejor solo hacía falta otro libro distinto antes de Tolstoi. El desencuentro final tuvo lugar cuando llegamos a Proust y yo me quedé en el primer tomo de En busca del tiempo perdido mientras él se devoró el resto.
Él es la única persona que conozco que se ha leído todos los tomos de la magnánima obra del francés. Hay que decirlo, no todos los clásicos, por ser clásicos, deben de ser leídos, ni mucho menos. Uno no lee lo que debe, sino lo que le mueve porque en la literatura, además de la importante dimensión objetiva de la obra, hay una innegablemente subjetiva, muy ligada al gusto y la sensibilidad; ambas ambas con posibilidad de evolucionar, también hay que decirlo. Así como decía Cercas en una de sus últimas novelas, la mitad del libro lo pone el escritor, la otra mitad el lector. Si no has cultivado una sensibilidad que recoja lo que digan otras, no tiene mucho sentido que insistas en ello, o, al menos, no de momento.
En fin, la historia de mis libros es la historia de muchos más de mis amigos que no puedo mencionar, una historia de encuentros y desencuentros, de conversaciones inconclusas, de palabras que otros han sabido decir mejor que nosotros, que resuenan y nos enseñan a nombrar, a sentir, a pensar, lo que no podríamos haberlo hecho sin su ayuda. Porque los libros nos ayudan a vivir, como los amigos.
Excelente artículo.