En estos días acaba de entrar un nuevo embarque de libros. Siempre es un evento especial para nosotros en la librería, comparable al del niño cuando finalmente llega la hora de abrir los regalos en Nochebuena.

En esta ocasión uno de los libros que llegó, finalmente, después de varios años de estar agotado, me trajo recuerdos que quiero compartir con ustedes y que tienen que ver con el primer libro (sin dibujos, cabe señalar) que leí por voluntad propia, a los 14 años. (No logro recordar si antes de éste terminé alguno de los libros de lectura obligatoria en el Colegio, y si llegué al final de uno de ellos, su lectura evidentemente no dejó ninguna huella consciente).

papillon¿Cómo olvidar el primer párrafo de aquel libro: “La bofetada fue tan fuerte, que sólo he podido recobrarme de ella al cabo de trece años. En efecto, no era un guantazo corriente, y, para sacudírmelo, se habían juntado muchas personas”? No sé cuanto tiempo me tomó leerlo, pero recuerdo con mucho orgullo que fue causa de mis primeras vigilias literarias. Sin necesidad de desvelarme, yo era el que típicamente salía tarde y corriendo de casa para subir al carro de mi madre, quien no hubiera titubeado para dejarme si me demoraba 30 segundos más de lo que era tolerable. Ir a dormir después de las 10:30 u 11:00 de la noche estaba, pues, prohibido. Pero como dormía en aquel entonces en un cuarto a la par de la cocina y separado de los demás dormitorios, yo hacía con mis noches y dentro de las paredes de mi habitación, lo que quería, siempre que fuera discreto.

Empecé el libro por casualidad. Tomé uno cualquiera de la biblioteca de casa, sin ninguna intención de leerlo; seguramente estaba aburrido y lo abrí. El título talvez me pareció inusual: Papillon. Una vez abierto, no pude soltarlo hasta terminar (con interrupciones por el sueño y el colegio). La historia verdadera (quizás) de este hombre, injustamente condenado a cumplir cadena perpetua en una de las más infames prisiones del mundo (y con seguridad la más infame de las que yo tenía noticia en aquel tiempo) y de sus años de intentos de evasión, de humillación y de tedio desesperante, me cautivó. En el lenguaje franco e ingenuo de un hombre práctico que nació para hacer, no para escribir, y que, quizás por lo mismo, escribió bellamente, Henri Charrière me puso en contacto con emociones hasta entonces desconocidas. Viví la crueldad y la pérdida de pudor y dignidad que eran condición de vida en el presidio de Cayenne (Guyana francesa), estuve en sus letrinas, las pude oler, y les tomé cierto cariño (las letrinas eran importantes en muchos sentidos en Cayenne). Me embriagué de la libertad que probé con Charrière durante mis (sus) evasiones, y me dejé abatir por la depresión (quizás más aún que el mismo Charrière) cuando me (lo) re-capturaban. Allí leí mi primera escena erótica, con aquella chica de mi edad (¡vaya estímulo!), con el torso desnudo y de pechos del tamaño de unas naranjas.

Aquella fue una de las experiencias más extraordinarias de mi juventud, el primer viaje largo, larguísimo, que hice desde mi propia cama, y del cual regresé otro. Regresé indignado, cierto, por el Hombre y la forma en que éste puede anihilar, rebajar y humillar, pero respetuoso y orgulloso del hombre, de su fuerza, su tenacidad y su voluntad que pueden todo lo posible y algo más.

Una de aquellas madrugadas, no pudiendo mantener ya mis párpados abiertos, levanté mi mano detrás de la cabeza, para alcanzar el interruptor de la lámpara de la mesa de noche. En el camino, alcancé el foco ardiente, que me dejó una fuerte quemadura, cuya cicatriz guardo como grato recuerdo de aquel primer viaje.

El primer libro deja huella