begunEn el año de 1870, los albaceas de la Begun Gokool de Ragginahra, viuda del Rajá de Lackmissur, tras veinticinco años de búsqueda, designaron como herederos definitivos de la fortuna de esta princesa anglo-hindú a dos connotados hombres de ciencia, el Doctor François Sarrasin, médico e inventor francés, y el profesor Martin Schultze, profesor de química de la Universidad de Jena, Alemania. El monto otorgado a cada uno excedía los doscientos cincuenta millones de francos, una cantidad extremadamente significativa para la época, que ambos beneficiarios utilizaron a favor de dos diferentes proyectos científicos de gran envergadura. El territorio seleccionado para su ejecución fue la recientemente abierta frontera norteamericana, en lo que hoy día es el estado de Oregon.


El proyecto del Doctor Sarrasin, contó con el apoyo de un grupo internacional de investigadores con cuyo concurso se diseñó y edificó France-Ville, un prototipo a escala natural de una ciudad modelo en la que se aplicaron todos los principios vigentes, aunque hasta entonces no experimentados ni denominados de esa forma, de ecodesarrollo y sanidad humana, a fin de obtener un hábitat racionalmente ordenado y administrado de conformidad con los últimos avances del momento. El propósito del proyecto France-Ville era, textualmente, eliminar «las causas de la enfermedad, de la miseria y de la muerte».

El equipo del Profesor Schultze, por su lado, se involucró en un proyecto que ponía en práctica los conocimientos tecnológicos de la ciencia alemana aplicada a la industria pesada; Stahlstadt, el parque industrial desarrollado por Schultze, superaba los problemas planteados por la primera Revolución Industrial y, sobre la base de una racionalidad económica y política privilegiaba la industria armamentista al extremo de haberse diseñado y experimentado gracias a este proyecto los primeros misiles químicos de la historia. Como era de esperar, la experiencia del equipo alemán condujo a una catástrofe técnica y ecológica que, al final, culminó con la destrucción de las instalaciones provocada por fallas técnicas, precipitación de los científicos y ausencia de medidas precautorias.

Esta historia es, por supuesto, producto de la imaginación de una de las mentes más extraordinarias de la literatura francesa, Julio Verne, a quien sólo el futuro que tanto le inquietaba puede haber condenado a la tortura de los superficiales lectores de aventuras y a las banales adaptaciones para entretenimiento juvenil. Como muchas de las elucubraciones de Verne, sobre todo de la última etapa de su vida, la narración conlleva un alto grado de reflexión pesimista sobre las potencialidades de la ciencia, esto es, de una actividad crecientemente sistematizada y reformulada en función de la racionalidad económica y politica de lo que hoy llamamos la Revolución Científico-Tecnológica, un proceso mediante el cual, para parafrasear a Harry Braverman, el conocimiento quedó definitiva y oficialmente adscrito al capital. Más importante aún, esta nouvelle (el género no tiene equivalente en la literatura hispanófona), Los Quinientos Millones de La Begun, tiene el mérito de sintetizar, en forma casi parabólica, los principales problemas que interrelacionan, inclusive y sobre todo en la actualidad, la acción humana con ese producto de la evolución intelectual de occidente que seguimos llamando ciencia, descontando pero no demeritando en manera alguna su aguda percepción de los conflictos que llevarían a la Gran Guerra.

Entre los albores de la Ilustración y la primera crisis del industrialismo británico, alguna agua había corrido bajo el puente. De mero diletantismo (o búsqueda abstracta de «la verdad», otra construcción occidental), el conocimiento científico había rebasado los límites del excedente social y pasaba a ser un insumo de las posibilidades de dominación económica., social, cultural, racial, geográfica., política. (La transición de la práctica no significa, por supuesto, que el discurso haya evolucionado en el mismo sentido; siempre es posible predicar la paz mientras se viste uniforme.) Los científicos de Verne son todavía individuos pero ya van asociados a esquemas corporativos, grupos de científicos que anuncian la versión moderna de los consejos de ciencia y los institutos de investigación financiados por el interés privado, altruista o no. En este caso, la elección de los beneficiarios de la herencia de la Begun es azarosa sólo en apariencia; por los orígenes de la fortuna (una princesa anglo-hindú) lleva implícitas muchas connotaciones: la importancia de la acumulación para el desarrollo de la ciencia, la asociación colonizador-colonizado, la transferencia de recursos de países en desarrollo a países desarrollados para fines de un conocimiento que no beneficia a los generadores originales de los recursos.

Sarrasin y Schultze son representantes de distintas vertientes del conocimiento que van más allá de una taxonomía dicotómica; la diferenciación entre un científico biomédico y un químico no es casual: explicita que la orientación de la ciencia trasciende la búsqueda de la verdad y se define por la aplicación última: la vocación de servicio social y, en consecuencia, aspirando al uso del conocimiento para mejorar el nivel de vida de las mayorías de frente a la aplicación industrial y militar, orientada a la expansión económica y la dominación. Significativamente, la química es una de las primeras disciplinas asociadas directamente a la producción y responsable del crecimiento económico y político de la Alemania de principios del siglo veinte.

Más aún, hecho a un lado el romanticismo nacionalista del autor, la identificación de uno de los científicos herederos de la fortuna de La Begun con la idiosincrasia pangermánica., palpable desde el Zollverein de Bismarck y que desembocaría en el nazismo, introduce la discusión sobre el papel del conocimiento en la economía política del mundo moderno.

Estos dos grandes agregados de problemas, la dinámica interna del conocimiento y sus consecuencias junto con el establishment científico, por un lado, y la economía política de la ciencia., por el otro, se suman al tercer denominador común del caso planteado por Verne, el científico, que continúa siendo, a la larga., el actor principal de la obra. Éstas son las tres dimensiones en las que lo ético (es decir,  el discernimiento entre lo «correcto» y lo «incorrecto») toca a lo científico en cuanto a proceso cognoscitivo, social y humano.

Pese a todo, la nouvelle de Verne preserva una concepción todavía ilustracionista del hombre de ciencia y del inventor. Esto es, asumen que el conocimiento aplicable se concentra en el individuo y, por consiguiente, que el conocimiento es manipulable a través del científico individual. En último término, el argumento puede ser válido aún en la actualidad pero debe relativizarse extremadamente. El fenómeno de la Revolución Científica y Tecnológica, ubicado a finales del siglo pasado y caracterizado por la incorporación de las actividades de investigación y desarrollo experimental al proceso productivo, por la emergencia de la universidad tecnológica, por la tecnificación de las ciencias suaves (las sociales y las humanas) que generaron el taylorismo y por la apropiación empresarial del conocimiento, significa también que la dinámica interna de producción científica se desindividualiza, se sistematiza, se transforma en producción en línea y en actividad productiva.

El inventor y el científico individual son, en consecuencia, una fantasía que conviene a los mismos intereses de apropiación del conocimiento por parte del gran capital. Aunque esto parece más fácil de comprender en el marco de la firma capitalista y del proceso productivo y en relación con conocimientos asociados a la producción de bienes y servicios (el ámbito de las ciencias duras, sólo aparentemente suavizadas por el impacto de la informática y su sobrestimación), es válido para todas las etapas de la cadena de producción moderna de conocimientos mejor descrita como investigación.

El establishment científico constituye un amplio espectro de instituciones, relaciones y servicios que, precisamente, hacen viable su manipulación pero que, además, contienen sus propias inercias internas de supervivencia y alianzas externas e internas y que, desde la perspectiva de la crítica más radical, confabula para la «supresión de la ciencia» como recurso de beneficio social mediante el bloqueo a la aplicación o desarrollo de conocimientos e ideas o, simplemente, mediante la mediatización de lo que contravenga la racionalidad económica o de control.

Pero detrás y en el fondo de este complejo sistémico, estructural y casi confabulatorio, la acción humana continúa vigente. Marcar sus límites es otra forma de definir sus posibilidades de acción consciente. La realidad ha constreñido la viabilidad del inventor a la comedia y la del científico individual a la historia. El investigador moderno, que ocupa su lugar, puede, difícilmente, ser autónomo y escapar al establishment, al modo de producción, a las relaciones internacionales y a la dinámica interna de su disciplina.

El discernimiento entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo bueno y lo malo, una vez más. La responsabilidad por la parcela que le corresponde al individuo en el tejido social y en las consecuencias del conocimiento, aplicado o no. En función de los demás, para continuar la línea de Russell y del Doctor Sarrasin y de los distopistas que, al final de cuentas, anunciaron las utopías infernales para evitarlas.

Rubén E. Nájera