He aquí otro libro cuya lectura me parece indispensable para acercarse a un entendimiento de nuestro país.
Aparte de que el estudio (ya un clásico con esta tercera edición, con datos actualizados prácticamente a 2006) aborda con seriedad y una amplia documentación un tema del que se dice más de lo que se conoce en Guatemala, debo decir que su lectura me ha impresionado muchísimo (más de lo que cabría esperar de un ensayo sociológico), sin duda en virtud de la forma en que pone en evidencia realidades y dinámicas que hasta ahora, por cercanas y familiares que fueran, pertenecían principalmente al reino de lo intuido.
Me he resistido más de lo normal a escribir esta reseña: la lectura de “Guatemala: Linaje y racismo” me incitaba en un principio a escribir desde las emociones, cosa normal, supongo, pero que quise evitar.
Cuajado ahora el tema, me animo a comentar algunas reflexiones que esta lectura me ha provocado. A pesar de tratarse de un estudio histórico, su actualidad invita a ver desde su perspectiva nuestro presente.
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La campaña electoral que vivimos y, (talvez no casualmente) una serie de conversaciones recientes que he tenido yo o de las que me han contado, evidencian el profundo abismo que existe y que parece auto-perpetuarse entre las clases sociales guatemaltecas. La campaña electoral, por supuesto, ha exacerbado los antiguos pero siempre muy presentes miedos que la clase dominante tiene de los indígenas en Guatemala. Muy distinta a la preferencia que los sectores más expuestos a la violencia común tienen por la opción de la mano dura, la inclinación que parece tener la clase dominante en Guatemala por el General Otto Pérez Molina, tiene más de añoranza de la época en que las “gentes estaban cada una en su sitio”, que de anhelo de seguridad pedestre.
Aunque en Guatemala, lo sabemos, conviven múltiples naciones o identidades, en el imaginario de la mayoría el asunto se reduce a la ocupación simultánea de un territorio por dos naciones, una indígena y una ladina, con diferencias irreconciliables. Las reivindicaciones de los pueblos mayas y los movimientos sociales que suelen asociarse a éstos y que giran alrededor de reclamos de tierras, particularmente, amenazan con trastocar el status quo (aún sea ésta una amenaza apenas retórica). La historia de la repartición de la tierra en Guatemala, que “Linaje y racismo” aborda, que inicia con la conquista y las posteriores encomiendas, y que se prosigue con expropiaciones más o menos legales a lo largo del XIX y del XX, ha tenido como base, sustento y combustible la relación asimétrica entre dos pueblos co-dependientes pero absolutamente escindidos.
La dificultad de defender en Guatemala un estado de derecho en lo que a tierras se refiere (derecho a la propiedad privada) radica en que la actual configuración del catastro nacional le debe demasiado poco a ese derecho. De ahí que el status quo, en este sentido, se sepa (moralmente) tan precario; de ahí también que, aún cuando podamos coincidir con los formadores de opinión que sostienen que el futuro guatemalteco no pasa por el tema agrario y catastral, podamos difícilmente entender cómo puede concebirse un futuro que pase fuera de éste.
Cualquier alternativa que ofrezca un regreso al orden será atractiva para el sector que más tiene que perder con este tipo de reivindicaciones.
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Al miedo que infunde el campesinado, le corresponde el resentimiento que provoca la clase dominante.
“Linaje y racismo” muestra los procesos que han conformado las estructuras de poder en Guatemala, a través del análisis de las redes familiares de los grupos dominantes a lo largo de los últimos 500 años. Estas estructuras de poder y su perpetuación explican de muchas maneras lo que percibimos en y de nuestro país, de sus problemas, de sus características más particulares…, sí, de sus características más deplorables. Las redes familiares, no puede ser de otra forma, se analizan a través de sus integrantes.
Una nota de precaución a este respecto.
Aquello que “Linaje y racismo” pretende explicar y explica son los procesos de establecimiento y perpetuación de las relaciones y estructuras de poder en Guatemala. Se corre el riesgo de responsabilizar a las personas por las consecuencias de procesos de los cuales forman parte pero no causan directamente. Casi tan fácil como se suele responsabilizar a los procesos por hechos condenables cometidos directamente por individuos. Ver esta diferencia, entenderla, y analizar de acuerdo a ella es un reto y un signo de madurez que, ojala, vayamos adquiriendo.
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Coincido con Ronald Flores en lo que se refiere al capítulo IV (ver acá su comentario): tratar la muestra empleada como lo que es, algo más parecido a un “focus group”, hubiera sido menos ambicioso pero, creo, más honesto y creíble.