En esta ocasión SOPHOS lo invita a leer una reseña* sobre el libro El material humano, de Rodrigo Rey Rosa (Anagrama, Barcelona 2009)
por Ricardo Bada**
Este es el tercer libro que leo de Rodrigo Rey Rosa, y cada vez me gusta más cómo escribe.
El primero fue Piedras encantadas, que me atrapó por su manera atípica de narrar y la gran precisión de su lenguaje, para nada necesitado de adornos. Vino luego Caballeriza, que tiene el encanto de una partida de ajedrez de Paul Morphy, maestro inalcanzado en el juego de los caballos. Y ahora El material humano.
En El material humano el trasfondo histórico, real, de la narración, es la guerra civil que asoló Guatemala durante cuatro décadas con un saldo inmediato de casi 200.000 víctimas, contando los desaparecidos (45.000) y los “ejecutados”. El saldo mediato, que sigue hasta la fecha, es la práctica desaparición del Estado de Derecho y la vigencia omnímoda de la ley de la selva. Habría que repetir, en otro contexto, las palabras con que inicia Cortázar “Las babas del diablo”: «Nunca se sabrá cómo hay que contar esto». Pues en verdad en verdad os digo que ¿cómo nombrar lo innombrable?
Existe por supuesto el expediente de la documentación transcrita y editada en forma de libro. El Nunca más argentino (con el prólogo del camaleón Sabato, quien siempre estuvo a bien con cualquier régimen que gobernara su país) podría ser un ejemplo. Pero no es literatura, son sólo –¡sólo!– testimonios, y es de sobra sabido que suele sentirse más la necesidad de leer los testimonios en otro soporte que trascienda el acta notarial. Sin la Odisea ¡de qué poco nos serviría el cuaderno de bitácora de Ulises! Y Guerra y paz nos dice bastante más de la batalla de Borodino que los partes de ambos ejércitos.
RRR lo intenta, contar la tragedia de su pueblo, de una manera sesgada. Refiere el supuesto hallazgo de un gigantesco archivo de la Policía Nacional, unos ochenta y tantos millones de documentos, y cómo la Procuradoría de los Derechos Humanos crea una organización que se dedicará a clasificarlos y ordenarlos. Entre ellos el casi intacto fichero del Gabinete de Identificación que habría dirigido (desde fundarlo en 1922 hasta su jubilación en 1970) un personaje llamado Benedicto Cun, siendo tal vez el suyo el único intento de sistematizar el trabajo policial guatemalteco de acuerdo con cánones internacionalmente homologables.
Según los datos que nos proporciona, RRR mismo es el narrador, tras obtener el permiso,
en realidad un privilegio, para visitar el lugar donde se lleva a cabo la tarea de clasificación y poder echar un vistazo a esos documentos. Este recurso le permite presentar de manera condensada un panóptico de la sociedad de su país desde la reducida óptica de la policía. Por medio de cuatro libretas y cinco cuadernos donde transcribe fichas facsímiles del tal Archivo y escribe su diario, paso a paso nos hace penetrar en un infierno tanto más temible cuanto más cotidiano, hasta natural y lógico dentro de su propia dinámica kafkiana.
¿De qué otro modo pudiéramos calificar, por ejemplo, la tipificación del robo de un cable telefónico como delito político? Y entre los delitos comunes escojo al paso los siguientes:
«bailar el tango en la cervecería “El Gaucho”, donde es prohibido», «ejercer el amor libre clandestino», «cometer adulterio en su casa» (nota bene: una mujer, claro está), «cohabitar con una marrana», «frecuentar prostíbulos siendo menor de edad», «haber incendiado una montaña» (esto casi parece cosa del benemérito realismo mágico), «liberar un zopilote en el teatro “Capitol”», y el colmo, alguien detenido «por impertinente», seguido del colmo de los colmos: una hondureña a quien fichan «porque quiere abandonar la prostitución y someterse a la vida honrada»; hasta querer ser decente es un delito común, a los ojos de la policía.
El lenguaje juega un papel fundamental en la presentación del panóptico. RRR domina los registros, y del actuarial de las fichas de policía y los documentos oficiales, sabe pasar sin perder el pulso al confidencial e íntimo de sus diarios, y a la transcripción vívida de los diálogos (muy bien resueltos, seguramente con modelos de la vida real, casi grabaciones en vivo, los que mantiene con su hija Pía, de cinco años). Y a las citas a veces como ascuas:
«En rigor de verdad, el indio psíquicamente reúne signos indudables de degeneración, es fanático, toxicómano y cruel. (…) Hágase con el indio lo que con otras especies animales, como el ganado vacuno, cuando presentan síntomas de degeneración», palabras que según RRR son de Miguel Ángel Asturias en 1922, y no tengo motivo alguno para descreer de ello.
Pero más estremece (y baste y sobre con tal botón de muestra) aquella escena con todo el sabor de la autenticidad y contada al narrador por el hijo de Benedicto Tun, el criminólogo profesional, cuando éste acude al levantamiento de un cadáver: «Allí estaba un oficial de la policía junto a un hombre tendido en el suelo entre unas matas con un tiro en la espalda. La famosa ley fuga [sic], ¿no? Mi padre me dijo que estaba seguro de que era un obrero, porque tenía uniforme de trabajo. La cosa es que se inclinó sobre él para examinarlo y se dio cuenta de que no estaba muerto. “Aquí no hay ningún cadáver –dijo a los policías–. Este señor está con vida”. Entonces, el oficial ordenó a uno de sus agentes: “Pues cumpla con su deber”.
Y éste se acercó al hombre tendido en la hierba y le dio un tiro en la cabeza».
No es El material humano un libro fácil de leer para quienes desean una narración lineal y con personajes al uso, o un docudrama, pero si se aceptan sus premisas termina resultando apasionante. Tanto que no se entiende por qué comienza con la frase «Aunque no lo parezca, aunque no quiera parecerlo, ésta es una obra de ficción», para luego terminarla así en la última página: «Algunos personajes pidieron ser rebautizados». No hay modo de amarrar esas dos moscas por el rabo.
*Esta reseña se publicó originalmente en Revista de Libros, Madrid, enero 2010
**escritor, periodista y radiodifusor español