84, charingAlgún día quisiera ser librero de viejo. Cada cual tiene sus héroes en la literatura y los míos son esos aventureros del polvo y del moho. Lo recuerdo cuando me cruzo en un libro con uno de estos personajes fascinantes, un tanto crípticos y lejanos, pero en el fondo tremendamente apasionados y hasta celosos en ocasiones de sus hallazgos. Encontrar para alguien algo inencontrable es un placer que no se puede describir.

Descubrí ese mi gusanito al leer La sombra del viento, la ahora famosísima novela de Carlos Ruiz Zafón. (Una lectura de las más agradables, y ¡qué envidia la que me dieron Daniel Sempere y Fermín Romero de Torres en sus hazañas librescas!). La lectura de 84, Charing Cross Road me volvió a despertar este deseo de ser uno de esos héroes.

Se trata de una novela autobiográfica que empieza con una carta solicitando una lista de libros raros, que la autora, en 1949 y desde Nueva York, le dirige a los señores de la librería Marks & Co. en Londres, especializada en libros antiguos. La novelita, corta, a ratos íntima y a ratos socarrona, siempre entrañable, concluye con una carta fechada octubre de 1969. Nada menos que veinte años de correspondencia entre personas que, además de compartir mi pasión por los libros, pintan desde lo cotidiano, la vida a ambos lados del Atlántico en los difíciles años de posguerra.

Sin embargo, es el carácter epistolar de esta novela lo que más marcó mi lectura. Recordar (no, imaginar) ese mundo tan lejano en el que la gente de hecho se sentaba a escribir cartas para comunicarse. Aquel tiempo en el que la brevedad era una virtud que no competía con la corrección ni con el estilo, y en el que, sobretodo, quien escribía se responsabilizaba de lo que escribía, invirtiéndole una dedicación que guardaba relación con el lapso de tiempo que la respuesta se hacía esperar.

Uno le escribía a alguien y se sentaba humildemente a esperar la respuesta, a veces semanas, a veces meses. Imagino la emocionante angustia de revisar el buzón de correos cada día a la espera de esa carta tan anticipada o la intensa sorpresa de encontrar una noticia o un paquete inesperados.

¡Qué pálida resulta la emoción de abrir nuestra bandeja de correo electrónico! ¡Qué arrogantes somos cuando nos enojamos si una respuesta tarda más de 24 horas!

Hace un mes hice una cosa loca. Un amigo mío, uno de mis pocos amigos, talvez el mejor, tiene casi diez años de no saber de mí, ni yo de él. Pensé en él. Me senté a escribirle una carta. Curiosamente, el simple hecho de saber que le iba a llegar, físicamente, un pedazo de papel de mi puño y letra me hizo tomarme el asunto muy a pecho y lo que salió fue algo muy emotivo, como correspondía posiblemente, pero sobretodo como me nació.

Puse la carta al correo el 13 de julio. Cada par de días me pregunto por dónde irá la bendita carta. A estas alturas, ya le habrá llegado, supongo. Ya la estará leyendo. Pronto me contestará. Y de aquí a unas 3 semanas, talvez estaré leyendo su réplica. Y de ahí, quién sabe, talvez retomemos las cosas donde se quedaron hace tanto tiempo.

Pero eso es si mi carta llega, y si todavía vive en la dirección que tengo. Si se recuerda de mí, y si me quiere contestar. Si no, me quedaré esperando. Supongo que me caerá bien volver a aprender a esperar, a ser humilde y a dejar de pensar que el tiempo es mío.