Luz Méndez de la Vega: Penélope ya no está más

por Rubén Nájera*

Lucrecia Méndez de Penedo me ha pedido que comparta con mis amigos la noticia de la muerte de Luz Méndez de la Vega, sacerdotisa mayor de nuestro aquelarre…

Lo hago con nostalgia y docilidad, como acólito muy menor y tardío del grupo de poetas ritualmente convocado por Carmen Matute, preservadora del fuego, amiga suya y mía entrañable de tantos años, que ha tenido el genio de conjurar la poesía y sus voces una y otra vez, aún cuando las huestes se vean mermadas lenta e inexorablemente.

Antagónica, Luz censuró siempre mis decisiones literarias y dramáticas pero finalmente, creo, aceptó mis posiciones y terminó reconociendo alguno de mis aportes.  Entendí su dedicatoria en un volumen de “Helénicas”, en enero de 1999, como el momento en que enterró la inexistente disputa y le correspondí, no con palabras, sino con arqueología: una recopilación especulativa de toda la música grecorromana que subsistió hasta nuestra época.  Finalmente me aceptó como uno de los escritores que había amado a Sor Juana de Maldonado, sobre cuya vida y obra, después de años de investigación, se sentía en posesión, no por razones muy diferentes a la apropiación que de ella había hecho Elisa Hall seis décadas antes.

Luz nunca necesitó defensa porque, amazona y soberbia, sabía blandir de sobra sus armas, como lo prueba su legendaria Carta a Schopenhauer (“Cabellos Largos”). Dura, afilada, con frecuencia implacable, fue actriz, ejerció la crítica literaria y teatral con posiciones polémicas (cuando se retiró quiso interesarme en este papel pero descarté la posibilidad: como veía y veo las artes escénicas en Guatemala, esto significaba esclavizarse a la mediocridad), se hizo académica, asumió un feminismo confrontativo y documentado…

Partió, no sin simbolismo ni sin teatralidad, en el Día Internacional de la Mujer.

Lucrecia apreciará que, a manera de epitafio, cite precisamente el incisivo poema que Luz le dedicó:

Las noches de Penélope

 

a Lucrecia Méndez de Penedo

Tejí bajo el sol

y destejí

con las estrellas,

oyendo el rumor

del mar

por el que un día

Ulises

lleno de amor por mí

tuvo que alejarse.

 

Tejí y destejí

por las noches

sobre mi lecho

solitario

–ardiente amante–

huérfana

del calor de su cuerpo,

en tanto Helena

locamente ardía

entre los brazos de Paris.

 

Tejí y destejí

–sin mirar el tiempo–

veinte años

de ausencia

crecidos sin su voz

sin la caricia de su piel

junto a la mía.

 

Veinte años

de oscuras noches

en que el deseo

se hacía ceniza

sobre mi ardiente

castidad de esposa.

 

Veinte años

de silencio suyo

y llenos de ecos

traídos por las olas:

Calíope,

Circe

y Nausicae,

nombres

que

me

clavaban

puñales en el vientre.

 

Tejí y destejí,

cicatrizando heridas,

sorda ante el acoso

a mi cuerpo y al trono.

 

¡Ulises insustituible!

mi corazón gritaba

a olas del mar

y entre su espuma

encontraba mensajes

de su regreso

porque ni Circe, Calíope

o Nausicae

podrían borrar mi sello

tatuado

en la carne y alma de Ulises.

 

Luz Méndez de la Vega

(Helénicas, 1998)

 

 

*Escritor y dramaturgo, ganador de los Juegos Florales Centroamericanos de Quetzaltenango en 1986, 1989 y 1991

**Fotografía de Prensa Libre